In memoriam

“Alguien me recuerda”.

La frase que deberían esculpir en tu lápida.

Alguien te recuerda, y no permites que lo olvide. Si he de ser honesto, no debería culparte por ello, mas tu sobrenatural obcecación sentencia que lo haga. Cometí un error, un error con el que no estoy dispuesto a cargar toda la vida, a pesar de tener las manos manchadas de sangre.

No es una metáfora. El fluido carmesí resbala ahora entre mis dedos.

Nuestra pesadilla conjunta se originó por mera mala suerte. Mala suerte, la tuya y la mía. Aunque, sinceramente, cuando esa noche gané las tres apuestas en las que había arriesgado supuse lo contrario: por eso lo celebré sin dejar un botellín a medias en el bar, por eso hube de conducir por caminos secundarios en los que nunca hallaría un control de policía… por eso te arrollé con mi coche sumergido en la noche más oscura, por la concatenación de circunstancias que unieron mi destino a tu final. De todas formas, ¿en qué estabas pensando? ¿Acaso pasear de madrugada sin un testigo luminoso por un sendero cuyo tráfico conocías te pareció una buena idea? ¿Acaso deseabas morir y te amparaste en la temeridad como coartada?

No, claro que no… Si hubiese sido así, no me habrías suplicado ayuda cuando, a pesar de la embriaguez, bajé del automóvil para socorrerte. Quise hacerlo, en serio, pero, en cuanto te vi, una occisa viviente con las piernas desarboladas, cual si hubiesen multiplicado su número de articulaciones, supe que no era una opción. Podía intentar salvarte, llamar en busca de auxilio, recoger no sé muy bien cómo lo que quedaba de ti tras la brutal colisión y acercarte al hospital más cercano. Podía escoger esa alternativa y desenmascararme como el autor de tu muerte inminente. O podía borrar mis huellas y seguir siendo tu verdugo en el más absoluto anonimato, pues, tras un somero vistazo alrededor, entendí que nadie sabía que ni tú ni yo estábamos allí.

Tú también lo comprendiste.

“Ayúdame… juro que todo quedará olvidado”, fueron tus palabras.

Tus últimas palabras. Al menos, las últimas que recuerdo antes de huir al volante del arma del crimen, despreciando tu promesa de lúcida amnesia. La ebriedad se disipó entonces, destapando en mí una faceta tan práctica como inicua, una dimensión personal que desconocía, pero que, desde ese momento, necesitaba. Un ser capaz de identificar los rastros de un asesino, pero no para destapar al culpable, sino para encubrirlo. Un ser capaz de borrar las huellas de un accidente en un automóvil, un ser capaz de encontrar unos neumáticos de segunda mano y deshacerse sin levantar la más mínima suspicacia de los que lo precipitaron rodando hacia el siniestro, un ser capaz de reparar una abolladura en el chasis sin que el mismo pareciera restaurado. Un ser capaz de confundir a otro semejante hasta el punto de que este aceptase que el primero no había partido del bar hasta el amanecer. Un ser capaz de reemplazar el miedo por instinto de supervivencia, sin generar residuos de remordimiento. Un ser capaz de dormir tras el incidente sin un solo sueño, con tal de no permitirse un solo segundo onírico que pudiese arrojarle a la contrición.

Quizá fuese un monstruo, pero no dejaba de ser un monstruo humano. Y un humano no puede darle la espalda a la fase REM para siempre.

Al principio, solo una tenue silueta bañada en tinieblas, una lejana efigie azulada en un infinito mar de oscuridad. Un contorno disperso que se va acentuando: solo así soy capaz de referir, a través de su énfasis, que su trazo se aproxima. Por alguna razón, conforme el esbozo gana entidad, aumenta mi desasosiego. Existe algo en esa figura que no cuadra, algo que activa mis glándulas sudoríparas, algo que acrecienta mi intranquilidad hasta trocarla en miedo. La sombra, inexorable, se desliza sobre la nada, y lo hace hacía mí. Es cuando su aureola deja atrás la evanescencia y perfila su faz justo delante de mis pupilas, por fin tupida e impenetrable, como una espantosa oda a la opacidad: el mismo rostro que abandoné a media muerte en medio de ninguna parte. Eres tú. Me ahoga, tu espectral realidad me ahoga, pero no puedo apartar mi mirada de la tuya: tus ojos carentes de parpadeo me encadenan a tu juicio implacable, me condenan a permanecer observando tu materialidad. Me oprime, me atenaza, me estrangula. Una y otra vez, siento que tu presencia extingue mi hálito.

“Alguien me recuerda”, truena en mi cabeza sin que tu faz se digne a separar los labios.

Una súbita descarga de adrenalina me despierta, anegado en sudor helado, aterrorizado hasta el tuétano. Conecto mi sistema de climatización para intentar atemperar tanto mi organismo como mi ánimo, pero resulta inútil: su eficiencia tecnológica no trasciende las leyes de la física, como has hecho tú. Ha sido un sueño, pero la sensación de asfixia deja un mensaje muy claro para el ser en el que me he convertido: tu agónica y postrera promesa de olvido, tras la muerte, ha cristalizado como amenaza de recuerdo.

Mala suerte, la tuya y la mía.

Tu tránsito nos transformó. A ti en ánima cuya venganza aspira a trastornarme; a mí, en superviviente. Recibí tu ultimátum, y el abyecto ser en el que he mutado descifró en él la oportunidad. Sigues aquí porque alguien te recuerda: desaparecerás en cuanto no quede nadie que pueda evocarte. No perdía nada por intentarlo.

Tan solo, quizás, los escasos visos de humanidad que aún restasen en mí.

Debo confesar que no pensé en los mismos cuando, tras identificar a todas las personas que asistieron a tu funeral, acabé con uno de esos concurrentes aquella misma noche. El siniestro ente en el que comencé a transmutar desde la fatídica noche supo que tenía que comparecer en tu velatorio de incógnito, como un satélite que circunda un planeta cuyos habitantes ignoran su presencia, y acertó. Tras aquel segundo crimen volviste a aparecer en mis sueños, volviste a conseguir que exudase hielo, volviste a decretar que apenas lograse alojar oxígeno en mis pulmones, volviste a dilatar cada poro de mi piel al hacer estallar en mi cabeza, con tu rictus labial inconmovible, “alguien me recuerda”… pero fui capaz de vislumbrar a través de ti. De forma leve, sutil, casi ficticia, aunque lo suficiente para comprobar mi macabra hipótesis.

No eras muy popular, la paulatina dilución de tu figura cada vez que finiquito a uno de tus escasos plañideros lo confirma. Se me antoja una triste historia, o, al menos, sospecho que así la consideraría el ser humano que fui. Evolución, involución, metamorfosis… no sé cómo describir mi transformación, pero sí percibo su anormalidad. De todas formas, no importa. Lo que soy ahora no persigue dejar un rastro de exequias a su paso por crueldad, pues en realidad dichas víctimas no me incumben. Tan solo busco ganar la partida, esa que imaginé vencer al dejarte tirada tras arrollarte sin pretenderlo, pero que descubrí derrotada cuando así me lo revelaste en sueños. Me transfiguré en esto para poder continuar con el juego, para revertir tu jaque y devolverlo como mate hacia el bando opuesto. ¿Eso me convierte en villano?

¿Acaso no lo eres tú?

Por eso tengo hoy las manos manchadas de sangre con el que juzgo el último de la lista, a tenor de tu gradual disipación conforme al número de bajas colaterales. Y ahora, que sospecho que he ganado, que presiento que jamás podrías esgrimir una mala excusa para regresar a visitarme, es cuando estimaría una última entrevista para poder regocijarme de mi victoria ante tan imponente adversario. Y, no obstante, en secreto, albergo esa minúscula esperanza. ¿Por qué no? Quién sabe cómo funciona tu mundo, aun cuando fracasas en la revancha. Solo intuyo que, en cuanto cierre los ojos, desearé poder solazarme con mi definitivo jaque ante el rival caído antes de que este se suma, de forma inevitable, en su perpetuo olvido.

Una vez más me advierto sometido entre tinieblas, a excepción de ese ínfimo y distante fulgor cianótico difícil de percibir: una débil incandescencia disgregada incapaz de consolidarse, pero dispuesta para la traslación. Se mueve. Se mueve hacia mí, lánguida pero irremediable. Su existencia me confunde y me tortura. Por alguna razón, siento que no debería estar aquí, aunque no sé si me refiero a su presencia o a la mía.

La etérea imagen se erige en la eterna figura de siempre: la tuya, casi transparente, e incluso así vigente. Es la misma y es distinta: tu semblante, apenas visible, ha cambiado. Tus labios, hasta hoy perennes en su horizontalidad, se curvan en enigmática sonrisa. Me turba descifrar ese universal gesto de satisfacción. Me angustia entender que es el inconfundible rostro del que sabe que ha vencido.

Me estremezco al comprender, una milésima de segundo antes de que lo brames en el interior de mi cabeza, lo que esta noche has venido a decirme.

“Tú me recuerdas”.

2º Premio XXIII Concurso Literario de Poesía y Cuento/Relato «Horacio Quiroga» (Argentina)

*************

Coincidimos con todos vosotros en que, para las fechas en las que nos movemos ahora mismo, el relato que acabáis de concluir no parece muy navideño. No obstante, cuando después de muchos intentos a lo largo de los años y por todo el globo terráqueo de conseguir alguna distinción literaria fuera de las fronteras ibéricas del Otro Mundo, obteniendo un cero patatero perpetuo en todas las ocasiones, si en el lapso de un mes te encuentras con dos (2) segundos (2º) premios (¡premios!) en Buenos Aires (¡¡¡Buenos Aires!!! Aunque solo en la zona norte: se ve que en el sur les gusto menos), lo mínimo que se puede hacer con la alegría desbordada es gritarlo a los cuatro vientos… aunque rompa los esquemas navideños del personal en derredor. Al mismo tiempo, es un relato que también se aparta de mis esquemas, pues no suelo yo matar a nadie sobre el papel, a menos que la otra mitad del Otro Mundo me empuje con sus escritos cuando compartimos una obra. Pero ese atropello brotó solo, quizá porque debía germinar una historia que pretendía contar y que, sin dicho accidente mortal, no podía surgir. Y aunque no eran unas líneas que pegasen demasiado con mi manera de encarar una hoja en blanco, supongo que la idea sí se asemejaba algo más a la obra del autor que da nombre al certamen, Horacio Quiroga, de quien tengo que confesar que no había leído nada (realidad que se encuentra en vías de transmutar de forma inmediata, ya que uno de sus libros se encuentra en el Top 3 de pendientes: su final countdown).

Sea como fuere, este final de año literario ha sido tan bonito que este último post va a concluir con un tema argentino (porque viene muy a cuento/relato), en el que si cambiáis «tocar la guitarra» por «escribir» (o lo que más os apasione en esta vida), os va a insuflar la energía necesaria para perseguir vuestras metas con buen rollo. Y si no, pues una cancioncica que os lleváis, oye…

Resumiendo: pasadlo bien (o mejor aún) lo que queda de año, y cuidadico con 2024, porque nos seguimos leyendo. ¡Que no nos falte ni uno por aquí!

18 comentarios en “In memoriam

  1. Felicitaciones 🙂 y, por otro lado, ¡deshonor! ¿Cómo es que no leíste nada de Horacio Quiroga hasta ahora? Este premio es una señal para que empieces. El mensaje final de la entrada deja entrever que el blog seguirá activo el año que viene, ¡bien! Es un buen regalo navideño.
    Saludos y felices fiestas 🙂

    Le gusta a 2 personas

    1. ¡Deshonor supino! Asumo tamaño deshonor, pero ya tengo un volumen de Horacio Quiroga (gracias siempre a la biblioteca de mi ciudad) dispuesto a ser abierto en cuanto concluya mi lectura actual, con lo cual pretendo borrar dicha mácula de mi expediente en breve.
      Esperamos vernos todos el año que viene por estos lares, con lo cual nos resta desearte también unas muy felices fiestas, un próspero año nuevo y más lecturas para evitar deshonores como el mío propio.
      ¡Un saludo!

      Le gusta a 1 persona

    1. Ya he tenido alguna compatriota tuya por aquí dándome un tirón de orejas por no haber leído al señor Quiroga, y lo cierto es que lo sigo teniendo localizado en la pila de libros pendientes… Espero solucionarlo con prontitud.
      Gracias por la felicitación, pasarte por estos lares y aportar. ¡Un saludo!

      Le gusta a 1 persona

Deja un comentario