Tempus fugit

De súbito, sintió como si volviese a abrir los ojos después de permanecer demasiado tiempo entre tinieblas. Escudriñó con la mirada a derecha e izquierda, esforzándose en descubrir a su alrededor algo que, en el fondo, sabía que no podría encontrar.

Como no podía ser de otra manera, no había ni rastro de su singular captor.

Era su oportunidad.

En cuanto decidió tomar cartas en el asunto para aprovechar dicha ocasión, se dio cuenta de que no resultaría tan sencillo: a pesar de haber retomado la conciencia, al intentar desplazarse, su cuerpo respondió de forma anómala. Su movilidad se antojaba tan embotada como varios de sus sentidos: parecía claro que su organismo se hallaba bajo algún efecto farmacológico.

Dada la implacable naturaleza de su adversario, no le extrañó. De hecho, debía salvar todas las trabas que afrontase a su paso y centrarse en el único objetivo que se había fijado desde que había recuperado el discernimiento.

Ella debía recibir su mensaje.

De forma torpe y desmañada logró desasirse del invisible abrazo del hundido butacón en el que había despertado. Alcanzada la bipedestación, debido al entumecimiento de sus extremidades, a duras penas consiguió arrastrar los pies con tal de avanzar, mas lo crucial era que, poco a poco, progresaba. Dominaba los aposentos en los que su némesis, de algún modo, lo mantenía preso. No obstante, al mismo tiempo, los conocía pero le resultaban ajenos. La disposición de los enseres había mutado: algunos rincones sufrieron modificaciones sin que él hubiese sido consciente, obteniendo una nueva organización que se presentaba lesiva para sus actuales planes. Y es que, sobre la mesita donde siempre había existido un teléfono, tan solo se exhibía ya un vetusto tapete de ganchillo.

De todas maneras, el artefacto no le habría servido de nada: si bien todavía almacenaba ciertos nombres en mente, cualquier combinación de números efectiva para procurar contactar con ellos se había difuminado en su aletargado raciocinio. Sin embargo, el aparato que evocaba en dichas coordenadas siempre había estado escoltado por una pequeña libreta.

Ese era en realidad su objetivo: un mísero trozo de papel en el que estampar su nota.

Mas en aquel lugar jamás lo localizaría ya, por lo que debía registrar el resto de cámaras en busca de un bolígrafo y un soporte en el que la tinta conformara sus palabras. El aviso de que la cuenta atrás se encontraba en marcha repiqueteó de repente en su cabeza, y resultaba cualquier cosa menos una broma: el tiempo apremiaba, él lo sabía bien. Con certeza, no disponía de mucho hasta que su inusual carcelero se manifestase y lo volviera a recluir en la más impenetrable de las celdas. Desconocía de cuánto plazo poseía, pero era probable que no contase con más de unos pocos minutos para cumplir su misión.

En verdad, la misión más trascendental de su existencia: si el mensaje llegaba a su destino, daría sentido a toda la vida que le restaba por delante.

Henchido de determinación, resolvió acometer tal empresa con una eficiencia que su organismo, débil y drogado, no compartía. Con pasos trémulos e inciertos arribó a una mesa de madera maciza en cuya superficie la providencia había decidido depositar un folio desplegado en el cual se advertía, además de marcas de dobleces, un extraño código grabado en diversos colores que no tenía interés en desentrañar. Lo importante era que había topado con el lienzo en el que plasmar su obra: tan solo requería ya un bolígrafo que le sirviese como pincel para ello.

Exploró en derredor, experimentando en sus sienes el aumento de la presión con el transcurso de cada segundo, ya que, aunque no existiese atisbo alguno acerca de la inminente aparición de su cruel enemigo, no hacía falta que este pregonase su comparecencia con cualquier suerte de indicio: sabía bien que, desde las sombras, este siempre estaría acechándole. Un rayo de esperanza iluminó de súbito sus lúgubres expectativas cuando detectó encima de un mueble próximo el pequeño cilindro con capuchón azul que era su única obsesión desde hacía escasos instantes. Presa de un repentino agotamiento, se encaminó con dificultad hasta el bolígrafo y, tras asirlo, se acomodó con apuro en una de las sillas que presidían la mesa donde le aguardaba la hoja que debía cumplimentar.

Sus sentidos, abotargados, parecían oponerse a sus propios deseos, pero se estimaba asaz cerca de consumar la tarea marcada como para desfallecer en aquel momento. Debía sobreponerse al anquilosamiento de su juicio y seguir adelante, debía reprimir la constante trepidación de su mano y reunir la firmeza de pulso necesaria para que sus letras fuesen inteligibles.

Debía escribir ese mensaje antes de que fuese demasiado tarde.

Cuando apenas había logrado ejecutar la redacción de los tres primeros caracteres, haciendo gala de la más grandilocuente de las iniquidades, su formidable antagonista cayó sobre él, anulándole por completo.

Confusión. Silencio. La nada más absoluta.

Un par de minutos más tarde, el inconfundible chirrido de unas bisagras faltas de lubricación anunció la apertura e inmediato cierre de una puerta en una habitación contigua, y el sonido sincrónico de las pisadas de unos zapatos de tacón bajo resonó durante unos segundos, aproximándose uno tras otro, uno tras otro… hasta que su eco se detuvo en seco. Entonces, una desconcertada voz femenina rompió el silencio.

─¿Papá?

Los pasos retomaron su compás hasta que una mujer cuya edad rondaría la cincuentena se asomó a la estancia. Portaba una bolsa de la compra y un rictus que bramaba perplejidad.

─ Papá, ¿qué haces ahí sentado?

El anciano, alojado aún en la mesa, tan solo devolvía una expresión vacía que evidenciaba una total incomprensión de la situación. La recién ingresada en la sala se acercó hasta donde se ubicaba su padre y descubrió con sorpresa que, sobre el recibo de la compañía eléctrica, justo encima del apartado donde se detallaba la desorbitada cantidad a desembolsar por kilovatio consumido, el octogenario había escrito tres letras mayúsculas.

“QUE”.

─¿“Que”, papá?

─¿Qué? ─replicó desorientado el interpelado.

─Has escrito “que”, papá. ¿Querías decirme algo?

El atisbo de esperanza en la voz de la mujer se desvaneció conforme veía cómo su ascendiente alternaba su mirada entre la hoja de papel que tenía delante y su hija, sin entender en ninguno de los casos qué se hallaba enfrente de él. Tanto ella como la ilusionada conjetura que había atesorado se vinieron abajo. Había fantaseado con la posibilidad de que su progenitor se encontrase en uno de esos escasos, de esos tan extraordinarios momentos de lucidez en los que, durante un efímero período, volvía a ser él: una persona completa, una persona con remembranzas, una persona con una vida a sus espaldas… Una persona que sabía que lo era.

Empero, aquellos accesos de clarividencia cada vez quedaban más remotos, y la demencia senil se había encargado de metamorfosear al ser humano en lo que ahora tenía delante: un recipiente cada vez más vacío con el aspecto avejentado de lo que una vez, toda su vida, había sido su padre. La desazón le ganó la batalla, sus ojos se humedecieron y una lágrima se precipitó por su mejilla. El viejo, ausente, la seguía contemplando sin que lo que percibían sus sentidos conectase con ningún intelecto.

La mujer aún requirió unos instantes para recuperarse de la cicatriz que aquel efímero delirio de cordura ajena había sajado de forma rauda e impecable en su alma, cuestionándose el porqué. ¿Por qué mantener tamaña quimera en su imaginación? ¿Por qué seguir albergando esa fantasía, que tanto mal le acarreaba cada vez que transmutaba en entelequia?

En realidad conocía la solución a esas preguntas, dado que no era harto complicada: tan solo porque era humana. Si tan solo dicha respuesta pudiera servirle de algo ante aquella flagrante crueldad orquestada por la madre naturaleza…

Haciendo de tripas corazón, rehizo su ánimo como pudo y, aplicando las técnicas para transportar a ese tipo de pacientes, aprendidas años ha, consiguió alzar al provecto. Con lentitud, fueron trasladándose al hundido butacón del que se había desembarazado no sabía cómo el anciano, dejando atrás aquella transmisión inconclusa de su padre, un mensaje apenas incoado que se alejaba de ambos a una distancia infinitamente mayor que los pasos que los separaban del folio en el que este se proyectó, estrenó y truncó.

El mensaje que habría dado sentido a la desdichada vida que le quedaba por delante.

“Querida hija: todavía te recuerdo”.

1º Premio III Certamen Literario ‘Álvaro de Bolaños’

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En los años del technopop y de los temazos de la Ruta del Bakalao (y supongo que en muchas otras épocas más, pero cada uno habla de lo que conoce), los grupos de música (o, según mi yaya en el caso del Bakalao, de ruido) publicaban con frecuencia varias versiones de un mismo tema, pero me gustaría hacer referencia a dos muy concretas: la denominada ‘Radio edit’, que era la canción de tres minutos que se emitiría a través de las ondas radiofónicas para enganchar al personal a dicha melodía, y el ‘Original Mix’, que era el mismo tema pero con sus siete minutazos, con su introducción de minuto y medio sin que nadie osara cantar una sola nota, solo sonando la base y un par de acordes premonitorios de lo que estaba por arribar en el meollo del hit. También podías ser los Pet Shop Boys y liarte a hacer múltiples versiones del mismo tema, con sus siete minutazos de rigor cada una, pero tampoco es cuestión de meternos con ellos porque son buenos chicos (de la tienda de animales).

Si he aludido a esta práctica musical que parece que pega tan poco con el relato que preside este post es porque Tempus fugit es un ‘Original mix’. Su ‘Radio edit’ es un viejo conocido de este mismo blog, pues, a principios de este mismo año, fue expuesto en la entrada Microrresurrección bajo el título de La enésima última vez tras haber conseguido una mención en cierto certamen de microrrelatos. Y es que la idea siempre fue desarrollar la ídem como relato corto, pero, mientras se gestaba en mi cabeza la hoja de ruta del anciano, parecía claro que la experiencia también podía funcionar como micro… y para dicha redacción no hacía falta desarrollar una trama que germinaba, sino comprimir la que ya existía. Así pues, LEUV, el ‘Radio edit’, vio la luz días o semanas (ni idea del periodo entre obras, oye: lo mío con la memoria es… es… no me acuerdo de la palabra) antes que su ‘Original mix’ TF, que era lo que realmente quería plasmar desde el principio. De hecho, al contrario de lo que confesé con Diario de máscara, esto era justo lo que quería narrar y por eso siempre le tuve mucha fe a TF: igual queda feo que lo diga, pero, tras parirlo, me pareció un relato ganador. Quizá no ganador de un certamen de un nivel estratosférico, pero sí ganador de algún certamen en algún momento y en algún lugar.

¡Y ha colado! Vale, es cierto que a los tres premiados, a los que la organización nos tuvo más de un mes en vilo tras anunciarnos que éramos la terna ganadora pero no nuestro orden en el podio hasta el fallo a través de una reunión virtual, podía habernos matado la incertidumbre durante la espera. Afortunadamente, la cuenta atrás valió la pena, cuenta atrás que enlaza perfectamente con cierto colofón musical para una entrada que habla de radio edits y original mixes: una cuenta atrás que constituye una de las canciones más icónicas de la década de los ochenta, lo cual, musicalmente, son palabras mayores.

Qué bien hilado me ha salido todo, oye. ¡Estamos en racha!

24 comentarios en “Tempus fugit

    1. Oye, y hablando del post como tal, lo que no había pensado es que si TF es un Original mix y se mezcla con el resto del post, podemos llegar a la conclusión de que esta entrada es un Megamix. Y no había caído hasta ahora mismo…
      Muchas gracias por la felicitación, la visita y el comentario, ¡un saludo!

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    1. La bipedestación es un objetivo alcanzable por una gran mayoría de la población, así que proponérselo como submeta suele proporcionar resultados positivos. Y las submetas deben ser alcanzables, ¡qué duda cabe!
      Hace un comentario había llegado a la conclusión de que este post era un megamix, pero al decir tú eso de remixes, ahora dudo (lo cual demuestra que dudar también es un objetivo alcanzable).
      Gracias por tus palabras, ¡un saludo!

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      1. Q.M.

        De nada, un placer. Saludos.
        ¿Qué es el tiempo? Granitos de arena cayendo en un reloj de cristal. El espacio vacío entre dos latidos. El cordón que engarza los recuerdos.

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    1. Eso también, gracias por hacer referencia al cambio de tercio en el relato, que incluso incluye un tapete de ganchillo en la ‘mazmorra’ para que la realidad no se fuese muy lejos, ya que estaba al caer.
      Quizá la racha ya se haya acabado, por lo que intentaremos disfrutar el presente todo lo que se pueda. Gracias por tus palabras, ¡un saludo!

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  1. Pingback: Los últimos días del Concorde – Las crónicas del Otro Mundo

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