Stephen Swings

Ya os hemos contado desde este rincón la realidad actual de las bibliotecas, o, al menos, la de las que nos tocan de cerca por estos lares. Los usuarios, ante la prohibición de deambular entre las estanterías, pueden traerse de casa la lección aprendida sobre el libro al que aspiran gracias al OPAC (buena idea), pueden llegar y dejarse aconsejar por el bibliotecario (buena idea, pero menos, porque sobre gustos no hay nada escrito y los del bibliotecario pueden ser peculiares), y también pueden llegar y quejarse porque en el pueblo de al lado les proporcionan guantes para pasearse entre los estantes y manosear todos los ejemplares que les vengan en gana (mala idea, porque ni auxiliar ni usuario van a ganar nada con ello… además, seguro que en el pueblo de al lado, con siete u ocho bibliotecas menos, les sale más barato lo de los guantes). Dentro de cada una de estas posibilidades se abre, además, cierto abanico de posibles escenarios.

Porque existen casos bien simples, como la usuaria que, con mayor o menor determinación, demanda de viva voz el libro ‘Alquimia’ (que seguro que solo existe en el universo un libro con ese título), pero amplía la información atribuyéndole ‘el último premio Planeta’, con lo cual ya tienes argumentos para apartar los manuales alquimistas a un lado y proceder a la búsqueda de ‘Aquitania’. O el que te demanda con aplomo ‘El junco infinito’, porque el mismo criterio de búsqueda en el sistema te va a responder que el usuario simplemente ha sufrido un ataque de hipérbaton violento e inexacto.

Pero, si nos apartamos de la petición oral, nos damos de bruces con el usuario que presenta su necesidad de información apuntada en un papelito. Cuidado, mucho cuidado. Puede parecer que dicha tarea por parte del visitante facilita la ídem del que labora detrás del mostrador, y así es, dado que la anotación que nos muestra se ha tomado directamente de una fuente primaria. Ha visto el título, y lo ha apuntado; ha visto el nombre del autor, y lo ha apuntado. Fácil, directo, sin fisuras: llegar, presentar el papelito y esperar a que te presten el documento. Lo que está escrito en el papelito es información de primera mano, fidedigna, real, universalmente inteligible para cualquier especimen que trabaje gestionando documentación. Es una verdad consuetudinaria, y no hay vuelta de hoja (que es una expresión muy oportuna al estar hablando de un trámite en una biblioteca).

No obstante, antes hemos dicho ‘Cuidado, mucho cuidado’. ¿Por qué? Porque existe una variante de la versión ‘apuntado en un papelito’, que no es otra que ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’. Y, por si no os había quedado claro en el párrafo anterior, todo lo que queda registrado en ese papelito es información de primera mano, fidedigna, real, universalmente inteligible para cualquier especimen que trabaje gestionando documentación, y desde que queda plasmada con tinta, es del todo irrelevante que dicha información te la hayas sacado de la manga, o te haya venido a la cabeza como un recuerdo no contrastado, o la hayas soñado anteanoche tras un empacho de garbanzos. Si dicho papelito no viene acompañado de una advertencia oral semejante a “no recuerdo si era así exactamente”, el mensaje en él referido refleja la realidad de manera inexorable, y el que no entienda dicha información… pues igual no es demasiado competente. Valga como toma de contacto la usuaria que presenta el papelito en el cual anotó, para que no se le olvidase, el título “La ciudad sin verano”, sin rastro del autor. En el momento en el que, a la respuesta de que ese libro no se encuentra en nuestra colección, arriba la refutación “pero si yo ya lo saqué de esta biblioteca”, dentro de la cabeza del empleado de turno suena el teléfono rojo de ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’. Y aquella papeleta no era fácil, porque ¿qué fallaba? ¿La ciudad o el verano? Y aunque eliminásemos cualquiera de las dos, ¿cuántos títulos pueden contener los vocablos ciudad, o verano? Sin embargo, asistí a una clase magistral por parte de mi compañera, ducha en esas lides, que no tardó demasiado en localizar el documento deseado, que no era otro que la novela de Carlos del Amor “El año sin verano”, en cuya cubierta aparecía dibujada una ciudad. Con este ejemplo es fácil imaginarse cómo se germina el ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’: piensas en ese libro, quizá conformando una imagen mental incluida, realizas una asociación de ideas que poseen una relación diáfana dentro de tu cabeza, te autoconvences, lo apuntas en el papelito y te vuelves a autoconvencer.

¿Y todo esto a qué viene? Pues a que la espada de Damocles siempre pende sobre nuestras cabezas, y que, como Forrest Gump, si eres adicto a no leer en la propia caja la descripción de los bombones que contiene, nunca sabes lo que te va a tocar, ni cuándo. Pero, por fin, me tocó, y supe quién iba a ser mi adversario en la lotería de ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’. Me lo presentaron con letras estampadas con tinta azul, acompañadas de la frase “quiero que me saques libros de este autor”:

Stephen Swings.

Claro que en ese momento no lo advertí de inmediato, puesto que, aunque no me sonase de nada el susodicho, ello no significaba que como ser humano deba conocer todos los autores del mundo por el mero hecho de trabajar tras el mostrador de una biblioteca. Ahora bien, cuando informé al usuario de que, según el sistema informático, no existía ningún título de dicho autor en toda la red bibliotecaria de la Comunidad Valenciana, su refutación “pero si yo ya he sacado varios libros suyos de aquí” me lo dejó más que claro. En aquel momento, existía un error humano; por parte de quién, eso era ya una cuestión de perspectiva. En mi rincón del cuadrilátero, yo tenía más que claro que la persona que tenía delante era una cifra más en la estadística del ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’ (me encanta repetirlo cual mantra, ¿a que no se nota apenas?), y no es que lo pensase yo: era el catálogo el que lo confirmaba y, si poseyese conciencia, apostaría por mí en aquella contienda. Mas, al otro lado de la mampara, mi conciudadano no solo tenía en la cabeza que el fallo era del que suscribe, sino que, además, reflejaba mi incompetencia total, dado que ni con la ayuda del ordenador había conseguido localizar al autor que, encima, había traído anotado, para que no existiese el más mínimo problema. Cabe aclarar que, cuando al usuario no le cabe ni la menor duda de que lo apuntado en el papelito existe, dicho papelito adquiere la misma propiedad que le atribuía Ben Kingsley a la lista de Schindler en la película homónima: fuera de los límites de ese papelito se extiende el abismo, fuera de él no existe nada más. Es entonces cuando Stephen Swings toma una entidad real, y la propia asociación de ideas que le dio vida convierte el desconocimiento del auxiliar de biblioteca acerca de su vida y obra en ineptitud e ignorancia. Es curioso, pero ese instante existe en la cognición de un usuario, el momento en el que un bibliotecario es un incompetente porque no conoce a TODOS (todos significa todos, a lo largo y ancho de la geografía y la historia, desde el primer dibujante de pinturas rupestres hasta el último ghostwriter de Belén Esteban) los autores existentes en el mundo, tanto reales como imaginarios. Supongo que ocurre en todas las profesiones, con sus debidos matices idiosincráticos, pero ese ya no era mi problema.

Mi problema era Stephen Swings, que así se llamaba el que, a pesar de su inexistencia, estaba dejando mi credibilidad profesional por los suelos.

Un par de búsquedas sencillas en el OPAC demostraron que el problema no era Stephen, sino el señor Swings, que, por mucho que se encontrase dentro de los márgenes del papelito, no residía en ninguna balda de ninguna estantería de ningún pasillo de ninguna biblioteca de ninguna realidad objetiva. Tampoco se me ocurriría preguntarle al emisario del papelito si se refería a Stephen King, no sería admisible dado que resulta más sencillo evocar a Mr. King que inventarse un apellido bailón y adjudicárselo al rey del terror. De hecho, sería contraproducente pronunciarme en tal sentido. El usuario se sentiría ofendido al considerar que yo juzgaba que su intelecto podía confundir al conocido señor King con su autor fetiche. ¿Acaso yo, insignificante mortal que no conocía a Stephen Swings, me veía en la potestad de estimar que su cultura literaria era tan ínfima, hasta el punto de que era capaz de confundirlos?

Sí, vale, yo no estaba en su cabeza y por tanto no lo puedo saber, es una estimación nada más… pero si no lo creéis posible, ya os digo yo que subestimais el poder de sugestión del ‘primero me lo invento, y después me lo apunto en un papelito’.

El caso es que Swings es un apellido demasiado llamativo como para imaginarlo sin más, y me evocó el lance de ‘Alquimia’ por ‘Aquitania’, cuyo lapsus parecía claramente creado por esa letra q. Como castellanoparlantes, esa letra q resulta poco natural en un vocablo usual, o, como poco, menos natural que las demás grafías, con lo cual la usuaria convino los datos que tenía en la cabeza (que vendrían a ser “es una sola palabra con una q al principio”), evocó la palabra más familiar que le vino a la memoria y cumplía ese criterio y, et voilà!, alquimia al canto. Por fuerza, Mr. Swings tenía que ser un incidente parecido: para los dos castellanoparlantes en liza, esa uve doble clamaba al cielo. Esa w que, sin duda, estaba al comienzo del apellido, en segundo lugar (o tercero como mucho), un apellido edificado sobre una palabra reconocible (aunque dudo que ese hombre sepa reconocer dicho estilo de baile… aunque en eso coincidimos) y sobre la que se había construido un escritor con varias obras a sus espaldas.

Piensa, piensa, piensa, Swings, Swings, Swings… Swings… Swings… ¿Zwieg? Sí, eso, Zwieg. A ver, ¿Zwieg es Stephen? ¡Sí, Zwieg es Stephen! (y no, no era Stephen: era Stefan, pero en aquel momento dicha diferencia parecía insignificante) Oiga, señor: el autor al que se refiere, ¿podría ser Stephen Zwieg?

El usuario muestra un gesto dubitativo. Pero no está dudando si Mr. Zwieg es Mr. Swings, no, porque eso ya ha quedado fuera de toda discusión.

Está dudando si quiere reconocerlo.

El poder del papelito es tal que ha demostrado que el empleado de la biblioteca es incompetente, que no conoce a todos los autores del mundo como es su deber y que, además, la cultura literaria que como usuario atesora es más vasta que la del “profesional” que se atrinchera tras el mostrador. Tras tamaña serie de descubrimientos, reconocer abiertamente que el señor Swings nunca ha existido implicaría darle la vuelta a la tortilla. Solo queda una opción.

Aceptar que “podría ser, podría ser…” ese tal Zweig con la boca pequeña, sacar en préstamo los ejemplares que todavía no ha leído, y nunca, jamás, renunciar a Stephen Swings de forma manifiesta porque, a fin de cuentas, su nombre está apuntado en un cachito de celulosa procesada. Al proceder de dicha forma, supongo, el auxiliar de biblioteca que desconoce la obra de Swings no ha demostrado su aptitud, sino que simplemente ha aplazado el veredicto de incompetente hasta el próximo papelito, y el listo de los dos sigue siendo el creador de ingenios ingentes como, por poner un ejemplo, Stephen Swings.

Vale, es cierto que esta crónica no es una cruzada, que el enemigo no son molinos transmutados en gigantes, pero no dejan de ser papelitos convertidos en escritores de extensa bibliografía, y no tenemos la certeza de que don Quijote hubiese sabido solventar dicha papeleta, porque también se nos antoja una metamorfosis significativa. Por otra parte, siempre quedan secuelas mentales. Por ejemplo: ¿por qué swingS en vez de swing? ¿Un solo baile era demasiado poco para tan excepcional literato fantaseado? Sea como fuere, Stephen Swings ya ocupa un lugar en el imaginario (y tan imaginario…) del Otro Mundo, y nos ha hecho soñar con una remota esperanza para un futuro próximo: la de alguien pidiendo una deconstrucción de LCDOM en su biblioteca más cercana. ¿Llegará el día en que un usuario se arrime a un mostrador para pedir un tocho cuyo título y autores, escritos en un papelito, sean “Otro crónico en el mundo”, de Andrea del Monte y Carlo Pez?

Concluyamos el post con buen rollo y musiquita, dedicada, ¡cómo no!, a nuestro querido y escurridizo Stephen Swings.

22 comentarios en “Stephen Swings

    1. Supongo que en cualquier trabajo cara al público te ves forzado a establecer una relación entre semejantes que, por muy corta que sea, puede darse entre personas que no tienen por qué entenderse. Personalmente creo que en la biblioteca, al poseer cierto extrañamiento del vil metal, las fricciones son menos habituales… pero como somos seres humanos, si nos empeñamos, podemos complicar por amor al arte cualquier gestión que nos propongamos.
      Gracias por pasarte, Ana. ¡Un saludo!

      Le gusta a 2 personas

    1. Si todos los papelitos con información fidedigna contuviesen pistas tan intuitivas como la uve doble de Stephen Swings, te aseguro que firmo ya dichas peticiones «fidedignas». Siempre es un final más feliz que un usuario se lleve un par de ejemplares de Stefan Zwieg (aunque el papelito diga lo contrario) que cavilar cómo contestarle a la usuaria mosqueada porque tus compañeros ‘no se enteran’ y le dan información contradictoria sobre una misma novela.
      Puede parecer sencillo, pero explicar que pedirle ‘Alquimia’ a uno y ‘el último Premio Planeta’ al otro no es pedir la misma novela sin que le parezca ofensivo a alguien que ya anda mosqueado no es tan simple…
      ¡Gracias por pasarte, un saludo!

      Le gusta a 1 persona

    1. Pues gracias por lo que me toca. Evidentemente, dado el tono de la entrada, no hablamos de tipologías de usuario sino de la personalidad concreta de esa persona, que podemos definir generosamente como ‘contumaz en sus convicciones’. Pero bueno, qué te voy a contar que ya no sepas, ¿verdad?
      Lo dicho, gracias por pasarte y comentar. ¡Abrazo de vuelta!

      Le gusta a 2 personas

  1. Supongo que no podías entrar en la ficha del amigo lector para ver qué libros de alguien parecido ya había cogido…
    ¡Para que luego digan que ser bibliotecario parece aburrido!
    Ayer fui yo a coger libros. Bueno, en un principio iba a coger solo uno, y miré la referencia antes (a nosotros sí nos dejan movernos entre las estanterías) y la llevaba apuntada en la memoria, que por supuesto es mucho peor que el papelito.
    ¡Un abrazo!

    Le gusta a 2 personas

    1. Correcto, la ley de protección de datos nos impide recuperar el listado de documentos que un usuario ha sacado en préstamo. Por defecto (y porque no nos queda otra si queremos funcionar de una forma medio decente) podemos conocer quién tiene qué ejemplar en préstamo y, aparte de ese préstamo en curso, quién ha sido el último usuario que utilizó determinado ejemplar (porque igual el susodicho utilizó como marcapáginas su foto de bodas, lo devolvió sin acordarse y quizá si no hacemos por que lo recupere, igual el cónyuge se la arma algún día). Por otra parte, el usuario sí puede recuperar mediante su entorno en el catálogo online sus últimos diez documentos en préstamo. Ahora bien, ya te digo yo que a un usuario, así aleatorio, que no ha contrastado si Stephen Swings existe antes de exhortarte su obra, si intentas indicarle dónde consultar su listado, a la que escucha la palabra ‘internet’ intenta (y consigue) cortar la conversación por lo civil o por lo criminal.
      Pues no sabes la suerte que tienes de poder pasearte entre las estanterías, y lo digo como usuario, que es el rol desde el que lo echo de menos. Y mira que yo llegaba a la biblioteca (la del barrio más pobre de España) cinco minutos después de comprobar en el catálogo el libro que ya sabía que quería, todo calculado y ejecutado, llegado y aferrado para que no me lo quiten, pero a continuación el rito de pasear entre las estanterías buscando en vano (porque ya tenía un libro en la mano y no efectúo el poliamor literario) también era sagrado. En fin, suerte la tuya y tus demás paisanos, envidia de ilicitanos bibliofilos.
      Un abrazo de vuelta, pero sin tocar, que tenemos que dar ejemplo…

      Le gusta a 2 personas

  2. Pues quizá es el momento de buscar un seudónimo… para ponerle unas pocas obras a ese Stephen Swings ya que al menos tendría un lector.
    El trato con el público es complicado, por experiencia lo digo, a veces tienes que hacer de adivino, de detective, de psiquiatra y hasta de mago para sacar un conejo de la chistera. Me temo que soy de esas personas conflictivas en el buen sentido, porque nunca me acuerdo de los títulos exactos, soy de las que voy dando pistas de lo que voy recordando e intento que con ellas me den la solución.
    Un abrazo, mejor dos…

    Le gusta a 1 persona

    1. Has dado en el clavo con el asunto, así que publiquemos un bando:
      ¡Por orden del Otro Mundo
      se hace saber
      que todo aquel que participe en un certamen literario
      habrá de hacerlo bajo el seudónimo de Stephen Swings!
      Algún miembro de toda esta comunidad conseguirá llevarse el gato al agua en algún momento, y así lograremos que Stephen Swings no solo tenga bibliografía, sino que además ganará premios.
      Con respecto al otro tema que comentas, está claro que el señor que se inventó al señor Swings no actuaba conforme a lo que tú describes, que debiera ser lo normal porque, colaborando, entre usuario y bibliotecario resultaría más sencillo dilucidar antes quién es el autor misterioso. Además, dicha colaboración genera una complicidad entre lectores que puede hacer brotar recomendaciones relacionadas en ambos sentidos del mostrador, cosa que es imposible cuando alguien llega e impone por decreto un autor que no existe, y cuidadico con que alguien insinúe que no existe.
      ¡Dos abrazos de vuelta!

      Le gusta a 2 personas

  3. ¡Vaya! Mira el lado positivo: tu trabajo post pandemia se ha vuelto aún más desafiante, no tienes forma de aburrirte y además la experiencia te lleva a escribir un post super divertido que explica las vivencias de los bibliotecarios a lo largo y ancho del mundo. Y yo creyendo que era Stephen King, toma ya era Zweig…los procesos mentales que te han llevado a tal deducción son dignos de Sherlock Holmes. Su próximo relato podría tener de protagonista a un bibliotecario detective ¿o la serie de los bibliotecarios ya va de eso y sería plagio? En fin, no recuerdo el nombre de dicha serie y no lo apunté en un papelito tampoco jajaja.
    Por el lado de la educación ir a la escuela presencialmente con los protocolos también es un desafió día a día, la naturaleza no me dotó de una impresionante voz de cantante de opera asique como a Ariel su voz se la robó Ursula en «La sirenita» a mí me la roba el barbijo (o mascarilla o como le digan por allá) y la máscara de acetato que es obligatoria usar en el aula, ¡bieeeen! Y termino levantando la máscara como visera para que escuchen lo que digo o es volver con afonía a casa. Sinceramente quienes inventaron los protocolos no vieron fallas en su plan….en fin, así son las cosas. Podría seguir, pero no es plan. A menos que creemos el «Club me quejo de los cambios que el covid le ha hecho a mi trabajo» o algo así.
    Que sigan muy bien los dos, y espero que un día llegue el papelito con el título mal apuntado de su novela. Saludos 🙂

    Me gusta

    1. Muchas gracias por los halagos, porque lo de Sherlock Holmes es un piropo de los gordos (a no ser que sea por su adicción a la cocaína, pero ya sabemos que no). Aunque lo de no apostar por Stephen King resultaba muy sencillo, tanto porque el usuario habría aportado el dato extra de «el de las novelas de terror» como por lo que llamaremos ‘economía del pensamiento’, que no tiene nada que ver con el principio filosófico del mismo nombre. El tema es que pensar es algo que fatiga, y para inventarse nombres como Stephen Swings resulta necesario pensar, y, en términos de unidades de cansancio que me invento alegremente, Stephen King, por nuestra familiaridad con el vocablo King y por la enorme fama del autor, es un nombre que cuesta menos recordar (gasta una unidad de cansancio) que inventarse otro nombre aleatorio (que gasta dos o más unidades). Como ejemplo tonto, es como si estando en el mostrador de la biblioteca infantil alguien pregunta por unos dibujos que protagoniza un ratón, pero que no recuerda el nombre: si ese usuario buscase a Mickey Mouse, le costaría menos recordarlo que no ser capaz de hacerlo, por lo que descartamos al incombustible roedor de Disney. Eso sí, a saber cuál sería… ¿Stilton? ¿Basil? ¿Stuart Little? Esa encomienda no resultaría sencilla de averiguar, espero que no me toque nunca. Me he metido en un jardín del que no sabría salir, fíjate.
      Por tu parte, para desafiar al poder de la mascarilla, puedes educar la voz con tesón y acabar convirtiéndote en soprano. ¿Te imaginas? Hollywood pagaría por los derechos para hacer la película de la estrella que surgió de la escuela por plantar cara y vencer la batalla al barbijo, aunque, si lo prefieres, véndele dichos derechos a un estudio de animación coreano.
      El “Club me quejo de los cambios que el covid le ha hecho a mi trabajo” seguro que está fundado en alguna parte, pero no indagaremos (no sea que haya que pagar una cuota por ingresar).
      ¡Saludos!

      Le gusta a 1 persona

      1. Jajaja, esa película de la soprano que surgió de la escuela por plantar cara al barbijo tendría que ser sí o sí animada y Corea o Japón tendrían más interés que Hollywood, que es más formal y estructurado de lo que nos quiere hacer creer.
        Voy a averiguar cuánto es la cuota de inscripción al club y les aviso. Saludos 🙂

        Le gusta a 1 persona

    1. Bueno, tras el mostrador de la biblioteca digamos que picando piedra en la mina tampoco se está, pero, como todos las labores, tiene su aquel. Lo que no nos extraña mucho es que coincidas en autor de lecturas con el usuario, dado que Zwieg tiene la suficiente valía como para que se acuerden de su nombre antes de apuntarlo en un papelito. Sea como sea, esperamos que disfrutes del libro (¡qué menos!).
      Gracias por pasarte, Irene. ¡Un saludo!

      Le gusta a 1 persona

  4. Pingback: Biblioeternas Públicas – Las crónicas del Otro Mundo

Deja un comentario